sábado, 31 de enero de 2009

Los límites

Todo tiene sus límites.

Me gustaría decir (y creer) que podemos disfrutar de todas las posibilidades con el único límite del cielo sobre nuestras cabezas; que el mundo se abre jugoso como una naranja dispuesta a ofrecernos toda su pulpa. Pero no es así. Vivimos en un espacio reducido que llamamos hogar. Nos movemos y actuamos con un cuerpo que no hemos podido elegir y que nos acompañará hasta el fin. Y dentro de él, por más que nos resistamos, tenemos un cerebro lleno de límites y limitaciones, prejuicios, ideas preconcebidas, ignorancias, razones y puntos de vistas más o menos compartidos. Trabas, en resumen, que conforman nuestra pequeña cárcel de oro de la que ni queremos, ni podemos escapar. Algo así como el dilema del canario que nació en una jaula y por más que vea la puerta enrejada abierta prefiere la seguridad de sus barrotes al mundo desconocido del exterior. Todo ello sin hablar de límites más generales, marcados por nuestro nacimiento, género, cultura, experiencia y demás. Una maraña de intrincadas paredes que levantan un laberinto donde todos luchamos apenas para orientarnos.
Me gustaría poder decir que hay que olvidar todos los límites, que nada, ni nadie se atreva a cortar nuestras alas, que olvidemos puertas cerradas, rejas de acero. Me gustaría decirlo de corazón, pero haría flaco favor a cualquiera que me escuchara e incluso me engañaría a mí mismo. Vivimos sabiendo que existen, aunque algunos no sean tan fuertes como pensamos. Vivimos con temor a ellos, sin embargo muchos tienen pasadizos para atravesarlos. Vivimos entre límites, sí, pero vivamos olvidándolos.

Y para que todo no sea tan árido, os aconsejo poner como banda sonora esta canción de un chico al que no le crea ningún problema ético saltarse los límites, aunque sea a navajazo limpio.




Julien Doré - Les limites


martes, 27 de enero de 2009

Tu voz, de repente

Tu voz puebla de lirios
los barrancos soleados donde silban mis versos de combate.
Tu voz siembra de estrellas y de azul
el cielo pequeñito de mi alma.
Tu voz cae en mi sangre
como una piedra blanca en un lago tranquilo.
En mi pecho amanecen pájaros y campanas
cuando muere el silencio para nacer tu voz.

Hacía tanto tiempo, que creí olvidada tu voz, enterrada en cualquier pliegue de mi cerebro. Pero cuando te escuché aquella tarde al otro lado del teléfono, no sólo te reconocí al instante, sino que con el sonido de tu voz volvieron todos los recuerdos que un día archivé con el letrero de NUNCA MÁS. Es de esos casos, que uno, con la estúpida presunción del orgulloso, cree que puede vencer sin problemas, pero cuando se producen, descolocan lo que cuidadosamente habíamos previsto. Fue una conversación cordial, incluso amena. Querías saber de mí, cómo me iba, o eso al menos me dijiste. Así, sin más, después de todo lo pasado y sobre todo después de tanto tiempo. Podría haberte colgado, pero mi malsana curiosidad obstruyó cualquier sensatez. Interpreté, una vez más, al buen amigo, al que escucha interesado detrás del auricular. Me contaste, emocionada, los cambios de tu vida en una nueva ciudad. Sinceramente me alegré por lo bien que te iba. Yo te correspondí con cautela, como casi siempre hago todo, abriendo apenas unas rendijas de lo que mi vida era en ese día. No era mi mejor momento y tu llamada vino para reafirmarlo. Creo que te lo transmití y me ofreciste tu ayuda y tu ánimo. Te dije que lo tendría en cuenta, aunque sabía que nunca se me ocurriría pedirte nada. Ya no. Cuando colgaste, aún tu voz retumbaba en mis oídos. Sentí un hueco frío en mi interior donde inmediatamente esa voz pequeña y viva se instaló. Llevo muchas noches intentando desahuciarla. Pero no se deja.

lunes, 19 de enero de 2009

Una blusa de rebajas

El más rico es aquél cuyos placeres son los más baratos.


Era de seda negra, con mangas largas adornadas con lentejuelas de azabache. Se enamoró de ella al instante, como nos enamoramos de las cosas que deseamos y de las que no podemos prescindir. Imaginó que una blusa así sólo podía ser llevada por una estrella de Hollywood en un selecto cóctel. Alguien totalmente ajena a ella, y precisamente por eso quiso comprarla. Pero al girar la etiqueta, comprobó que excedía con mucho su pequeño presupuesto para ropa. Su mente práctica, curtida en muchos años de economizar, pensó que pronto serían las rebajas y que la blusa estaría a un precio menor. Así que no le importó esperar. De vez en cuando se daba una vuelta por los grandes almacenes para comprobar que seguía ahí, sólo para ella.
El primer día de rebajas se despertó temprano con el gesto decidido y antes que abrieran las puertas, ella ya estaba aguardando allí. Estaba deseando que el tacto gélido de la seda acariciara su cuerpo. Ansiaba esa preciosa blusa, aunque, en realidad, no sabía en que ocasión se la podría poner. Pero eso era lo de menos. Entró en la tienda de las primeras y con paso rápido, se dirigió a la sección donde colgaba su blusa. Pero por más que buscó, no la encontró. Apurada, le preguntó a una dependienta, que con desdén, le dijo que se había vendido hacía unos días.

Cuando abrió las puertas de su casa, su hija la asaltó inmediatamente. ¿Qué me has comprado? Colocó las bolsas de plástico encima de la mesa de la cocina y con un suspiro, metió la mano y le dio una camiseta amarilla. ¿Qué talla es? Voy a probármela. Y desapareció por el pasillo como una exhalación. Sacó, uno a uno, los artículos que había comprado, unas zapatillas y unos pantalones para su marido, una sudadera para su hijo y un jersey blanco de cuello alto para una ahijada. Por último, del fondo de una bolsa, sacó unos pendientes largos de bisutería. Se acercó uno a la oreja y viéndoselo en el reflejo del cristal de la ventana, pensó que si entornaba un poco los ojos parecían diamantes auténticos. Como los de los Oscar.

miércoles, 14 de enero de 2009

Ocnos

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?


Mi infancia vivía en el bocadillo de Nocilla de la merienda frente al televisor que rebosaba por los lados, en la Biblia para niños con ilustraciones en blanco y negro que yo me empeñé en colorear una a una. En el gesto amable y satisfecho de mi abuelo cuando rascaba su monedero y a escondidas me ponía en la palma de la mano algunas monedas para comprar chucherías. Mi infancia fue el autobús escolar lleno de ruidos, mirando como las gotas de lluvia rodaban por el cristal. Dormía en las camitas pareadas de mi cuarto, disfrutaba de las carreras por el pasillo y de los saltos sobre la cama de mis padres. Se subía a los columpios del parque con un vinagrillo en la boca que mordía con gusto. Mi infancia fue la playa y fue el sol y el picor del salitre en la cara. Mi infancia fue el jazmín del patio de casa de mi abuela. Y nunca me he podido despegar de aquel olor, por más años que pase y por más jazmines que huela. Porque la infancia es el reino de las primeras veces, de la nieve virgen, de las noches calurosas del verano donde no se oye ni un murmullo, donde todo es claro, todo es fácil y el mundo se muestra delante de tus pequeños ojos para que lo vivas sin más remedio.

Ocnos (1942) son los recuerdos de infancia de Luis Cernuda, evocaciones de su Sevilla natal en prosa. Ocnos es muy nostálgico, muy onírico, como lo son casi siempre los recuerdos de esa edad. Como fotos viejas plastificadas a un álbum, son imágenes que no se mueven y nos acompañan toda la vida. Casi como la maldición mitológica de Ocnos, aquel personaje que fue castigado por los dioses a trenzar de por vida una soga que iba siendo comida en su otro extremo por una burra. Trabajo infatigable el querer despegarnos de nuestra infancia, porque ella siempre estará ahí, guardada en lo profundo de nuestro craneo, fijada en nuestro inconsciente. Es nuestra patria, dijeron algunos y forma parte de nuestro ser actual. Cernuda se encarga de poblarla, con un lenguaje lírico y rico, de magnolios dulzones, bibliotecas, albercas en verano y casas encaladas. Y sin haber nacido en Sevilla, ni en la misma época, cualquiera puede reconocer esa etapa de la vida, fresca, inocente, feliz.

sábado, 10 de enero de 2009

Gaza

Creer que un enemigo débil no puede dañarnos es creer que una chispa no puede incendiar un bosque.


De nuevo David agarra una piedra para lanzar, esta vez, contra un Goliat subido a un tanque. De nuevo las nubes se vuelven polvo y humo de destrucción. De nuevo se lucha por un trozo de tierra, como antaño, tierra árida e inhabitable, pero tierra al fin y al cabo. De nuevo, se piensa en el caos para alcanzar el poder, ignorando que las mentes no se pueden controlar con fuego y balas. Las justificaciones son variadas, todas inútiles, como siempre, porque parece que se quiere matar con la conciencia blanqueada. Los rezos resuenan en una lengua y se contrarreza en otra. Plomo fundido derramado desde el cielo. Y personas encerradas en una ratonera sin salida, sin alimentos, esperando su destino, dejadas a su suerte. Suerte nefasta brindada desde el nacimiento, por el simple hecho de nacer en un lugar y no en otro. Los muertos, sin embargo, no hablan ningún idioma, no se quejan, ni son de aquí o de allá. Los muertos dejan de tener religión y se convierten en cifras.
Y mientras, el resto de mundo retransmite la matanza, apostando su dinero por uno o por otro, como un combate de boxeo macabro pero con la seguridad de saber que el fuego está lejos, muy lejos, en una tierra mítica, donde las desgracias son, por concepto, bíblicas.

Hoy todo esto ocurre en Gaza y centramos nuestra atención hacia aquel lugar, pero en unos meses olvidaremos esta herida y pondremos el foco en cualquier otro lugar que sangre. Como ayer fue Iraq o Bosnia o Somalia. Mar de muertes injustas, como sólo la guerra sabe hacer. Volveremos a poner nuestro mejor gesto de horror y seguiremos viviendo.

Imagen: Ataque aéreo israelí a la franja de Gaza (28 de diciembre de 2008).

martes, 6 de enero de 2009

El propósito de Año Nuevo

El mayor engaño de la mente es creer en algo tan sólo porque uno quiere creerlo.

Se despertó lentamente un día cualquiera de enero. Había trasnochado y la luz entraba insistentemente por las rendijas que dejaba la persiana. Sus ojos pesados se resistían, por vergüenza de sí mismos, a mirar al reloj que reposaba en la mesilla para saber la hora. Aún entre las sábanas, pensó lo mismo que cada año que llegaba: uf, otro más. Enseguida se le vinieron a la cabeza todos aquellos propósitos que había incumplido el año pasado: adelgazar, estudiar francés, visitar a esos amigos de Barcelona que siempre me invitan, llevar al día la agenda, leer algo más...
Recordó incluso las ganas por cumplirlos con las que comenzó el año anterior. Sin embargo, esa mañana, tirado en la cama, no tenía fuerzas ni para creer que cumpliría alguno de esos pasados propósitos en los meses venideros. Así que llegó a la pragmática decisión de asegurar un propósito para el año que comenzaba y centrar todos sus esfuerzos en cumplirlos. Evitaba con eso la dispersión, a la que era muy aficionado. Como será sólo un propósito anual, debe ser algo que verdaderamente me cueste, se dijo, y así la recompensa será mayor. Pensó en sus propósitos incumplidos y le resultaron triviales y estúpidos para dedicarse todo un año completo a ellos. Miró fijamente el techo de su dormitorio, esperando inspiración. Repasó mentalmente todas las cosas que quería hacer en la vida y no había hecho y eran tantas que no había años suficientes para cumplirlas. Esta pequeña decepción le dio la idea: Sé feliz. Era tan sencillo y a la vez tan difícil como eso. Todos los pequeños propósitos que rodeaban su vida a veces nublaban este gran objetivo. Asintió satisfecho y se incorporó. Abrió la persiana y vio al sol en todo lo alto. Sí, este año voy a ser feliz.