viernes, 24 de junio de 2011

Morir de amor

Hoy que olvidé aquellos días,
no sé por qué me despierto
algunas noches vacías
oyendo una voz que canta
y que, tal vez, es la mía.

La canción y el poema (Idea Vilariño, 1972)

Ésta no es una carta de suicidio, ni siquiera una carta de despedida. Es simplemente una carta de amor, amor ya sobrepasado, consumido si lo prefieres. Dicen por ahí, que declarar el amor por carta es cuestión de cobardes, que esos sentimientos hay que expresarlos cara a cara, pero no lo creo así. La carta es el vehículo perfecto para el amor, porque el amor es reflexión, a diferencia de otros sentimientos más pasajeros. Podría decirte directamente que me gustas y eso respondería al momento, pero nunca podría decirte que te amo, porque este sentimiento no es fugaz en mí y lo voy macerando como un guiso, del que, para cuando soy consciente, muchas veces ha sido demasiado tarde. Éste es, pues, el objetivo de esta carta: decirte lo que fue y que ya queda como un sueño atormentado en una noche calurosa de verano. Sin embargo, el amor tiene la cualidad de que no puede ser explicado por palabras, porque éstas no alcanzan a describir la intensidad del mismo. Probablemente, nada de lo escriba tenga mucho sentido para ti. Por eso, me hubiera gustado morir de amor, como en las canciones, que llegara un médico y certificara mi muerte: ha muerto de amor el día tal, a la hora tal. Y que la noticia llegara a ti, que tu corazón cerrado no se sintiera culpable, no quiero morir para generar en ti culpas ningunas, sino que se llenara de orgullo. Murió por mí, porque el amor que tenía no podía soportarlo, porque fue una carga excesiva. Conserva esta idea y haz con ella lo que quieras. Ríete, llora, compadécete de este inútil, presume, vanaglóriate… ésta es una ofrenda que te hago. Mi muerte, por ti, sería de amor.

Hablar de amor en abstracto nunca me ha gustado. Nadie muere de amor en la actualidad. Morimos por razones más prosaicas como el exceso de colesterol, el infarto de miocardio o los accidentes de coche. Es demasiado romántico, demasiado sentimental, el obsequio de la vida a un amor no correspondido o atormentado. Pero como describe la poetisa uruguaya Idea Vilariño, hay momentos en que nos despertamos a mitad de la noche, cuando ya todo está en el olvido, que nuestra alma se encarga de recordárnoslo, de levantar la inquietud de lo que fue pasado. En esos instantes ya no hay rabia, ni rencor, quizá nostalgia de los dolores de un corazón marchito. Porque somos una máquina curiosa, que transforma los recuerdos más angustiados en anhelo de lo no conseguido. En ese momento, quiero morir. No sé si de amor, realmente. Morir para evitar sentir lo que siento y que mi pragmático olvido intenta disfrazar. En noches como ésas, descubres que los esfuerzos por enmascarar, por enmascararte y olvidarte, en mí, son completamente inútiles. Una vez pasada esa frontera del amor, no tengo retorno posible, mi vida.


Vídeo: La canción y el poema del disco Morir de amor de Soledad Villamil
Imagen: Soledad Villamil en concierto.

martes, 14 de junio de 2011

Los laberintos

Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.

El túnel (Ernesto Sabato, 1948)

Suponía que tenía que ser de día. Había perdido la noción del tiempo y las paredes del laberinto, altas, de hormigón y sin grietas, no dejaban ver la luz del sol. Pasado ya los momentos de angustia, de gritos infructuosos de ayuda, mi mente se enfrió y se esforzó en exclusiva en buscar la salida. Como no disponía del hilo de Ariadna, ni de las migas de pan de Pulgarcito. Utilicé la vieja estrategia para salir de un laberinto; seguir siempre la misma pared y tarde o temprano encuentras el final. Aún sin saber si este laberinto tenía salida, fue apoyando la mano a la pared que quedaba a mi derecha. Al principio a ritmo normal, pero conforme caminaba, mi cuerpo excitado me pedía ir más rápido. Casi sin aliento, no sé ni el tiempo que pasé doblando esquinas, sorteando recovecos y atravesando largos corredores. Aunque me sentía desfallecido, cuando vi un gran hueco al final del túnel invadido de luz, corrí con  lágrimas que rodaban, esquivas, por mi cara. Ahí estaba al fin… Respiré. El sol estaba en lo más alto. No me importaba que mis ojos quedaran cegados ante ese derroche de luz. Me sentí joven de nuevo. Justo ahí, había un pequeño césped con un banco de piedra en medio. Me senté para recuperar el aliento. Frente a él, tres puertas hechas de setos, cada una coronada con un dintel de piedra con unas palabras grabadas:

AL FINAL     ESTÁ     LA SALIDA

Así descubrí que ése no era el final de un laberinto, sino el principio de otro. Mi laberinto estaba dentro de otro más grande cuyas paredes eran vegetales. Lloré, pataleé, me lamenté, clamé al cielo por mi mala suerte… Desorientado, tomé de nuevo rumbo y me adentré en este gran laberinto. Ahora el sol que ansiaba me abrasaba la piel.

Los laberintos son símbolos muy potentes, utilizados en todas las épocas, para representar el enigma, la desorientación de la vida, los dilemas… El día 30 de abril nos dejó una mente lúcida y laberíntica del mundo de la literatura: Ernesto Sabato, uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX. Por esas cosas de las casualidades, homenajeando a este gran escritor, hoy (y no cuando murió, por diferentes razones circunstanciales) escribo sobre laberintos y me doy cuenta de otra gran efeméride, también sobre el fallecimiento, también sobre otro grande de la literatura y también argentino. Hoy 14 de junio, hace 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Dos nombres verdaderamente ilustres, aficionados ambos a los laberintos y que han escrito algunos de los textos en castellano más bellos de la Historia. Esto es mucho decir, soy consciente, pero creo que no me equivoco. Así que sirva desde aquí mi homenaje a Sabato y Borges, por lo que dejaron escrito y vivido; y por lo que fueron. Cualquiera de sus obras tienen la magia de lo que está escrito con inteligencia. Son laberintos en los que merece la pena entrar y perderse absolutamente.

miércoles, 8 de junio de 2011

El olor del jazmín

Una preciosa flor de jazmín.
Una preciosa flor de jazmín,
las flores perfumadas colman la rama
blancas y fragantes para deleite de todos.
Déjame que vaya y recoja una flor
para dársela a alguien,
flor de jazmín,
ah, flor de jazmín.

Mo Li Hua (canción tradicional china de la dinastía Qing, siglo XVIII)

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Las autoridades locales se reunieron para celebrar la detención de la bandida conocida como Flor de jazmín. Llevaba años atemorizando a la población, dijo el alcalde satisfecho de la operación. Sin embargo, en el pueblo se respiraba un aire que no era precisamente festivo. “Flor de jazmín” encarnaba la resistencia, nunca robó a la población porque sabía que en esa región lo material nunca sobraba. Las calles seguían empapeladas con su rostro y una recompensa por cualquier dato que pudiera ayudar a dar con su paradero. “Flor de jazmín” en el calabozo, sin embargo, callaba. Adoptó un rictus de piedra, inmóvil, esperando a que llegaran las torturas. Era verano y casi todo el pueblo tenía abiertas las ventanas para soportar mínimamente el calor. También en el edificio del ayuntamiento, donde brindaban por el enorme éxito policial. De repente se levantó una brisa que entró por las ventanas y las puertas, un aire aromático que olía levemente a jazmín. Nadie le echó cuenta, pero con el paso de las horas el aroma a jazmín se hizo más y más penetrante. Pesado, dulzón, el olor inundaba los despachos del ayuntamiento. Ante esto, los jefes mandaron a sus subordinados cerrar cualquier hueco que diera a la calle, pero la misma calle estaba inundada de aquel olor. Se improvisó una comisión que decidió arrancar todos los jazmines del pueblo. A los días, ya no quedaba ninguno, pero el olor persistía sin conocerse su origen. La nueva solución fue cerrar puertas y ventanas por la propia seguridad del pueblo, a pesar del calor estival. Es una estrategia de los secuaces de “Flor de jazmín” para desestabilizar, sentenció el alcalde. Y buscaron en cada casa, en cada armario, en los templos y en los mercados, pero el jazmín despedía un olor cada vez más insoportable y no se encontró responsable alguno. Las autoridades locales contactaron con las regionales y éstas con las nacionales, que decidieron trasladar a la bandida a la capital. Sin embargo, el aire del pueblo ya era apenas respirable. Y se decidió cortar por lo sano. Se obligó a los ciudadanos a dejar sus casas y el pueblo se abandonó, y se decidió que nadie volviera a él bajo pena de muerte. Se suprimió de los mapas para evitar que nadie diera con él. Desplazados, errantes, las personas del pueblo del jazmín, como ya era conocido en los corrillos, no eran bienvenidas en ningún lugar. Las autoridades ante su propio fracaso decretó el silencio: la palabra jazmín estaba proscrita.

Una pequeña historia para ilustrar la paranoia de una dictadura para evitar lo inevitable. China lleva unos meses prohibiendo y censurando la palabra jazmín en los medios de comunicación e internet para evitar que la denominada “Revolución de los Jazmines” de Túnez cale en el ánimo del pueblo chino. Me parecen medidas extremas que sólo los gobiernos autoritarios se atreven a tomar, pensando que, como el Gran Hermano de Orwell, pueden controlar los pensamientos de su población. Es lamentable que alguien llegue a pensar esto y para ello bloquee incluso producciones de una flor sencilla y cotidiana, base del té tradicional chino. Siguiendo este ejemplo hasta el infinito, podemos suponer que se irán censurando más palabras, ya no sólo políticas como democracia o libertad, sino de uso común bien porque se parezcan a otras palabras proscritas, bien porque sean usadas en alguna de las muchas manifestaciones a lo largo del mundo. Finalmente incluso si el gobierno chino quieren ser consecuente con su estrategia terminarían prohibiendo la palabra central de su ideología: REVOLUCIÓN, porque puede que sea muy china, pero no vaya a ser que al pueblo le dé por pensar.